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Salmán al-Farsi (con él sea la paz)

Durante toda su estancia en Medina el Profeta Muhammad (BPDyC) solía enviar emisarios a las distintas regiones para informarse a conciencia de la situación externa. Pronto esos emisarios le informaron de la constitución de una gran coalición militar en contra del Islam. Sus miembros partirían hacia Medina y la sitiarían. De inmediato el Profeta (BPDyC) convocó a un consejo para decidir el rumbo a tomar. Un grupo de los presentes prefería permanecer en la ciudad y luchar desde las torres. Pero ello no era suficientemente seguro pues un ataque de miles de combatientes tomaría fácilmente las torres y las fortalezas eliminando a los musulmanes. Era menester hacer algo para que el enemigo no se acercara a la ciudad. Salmán Al-Farsi, que conocía las tácticas militares persas, dijo: “En Persia, cuando se debe enfrentar a un peligroso opositor, se cavan zanjas alrededor de la ciudad. Debemos cavar una zanja en los sitios fáciles de atravesar, y además debemos disponer trincheras detrás de las mismas, y defendernos desde allí con flechas y piedras. Esta es una buena manera de impedir su asalto”. La propuesta de Salmán fue apoyada por todos y constituyó un medio importantísimo para el resguardo del Islam y los musulmanes en la renombrada batalla de Ahzab o de los confederados. Pero, ¿Cuál era la historia de este extranjero?

Salman Al-Farsi

Por Zain AI-‘Abidin Rahnema

Traducción del inglés de Mariam Moldero y ‘Animar Orazi

 

La casa de Abu Ayub era un edificio de dos plantas y el Profeta Muhammad (BPDyC) eligió para vivir la planta baja. Abu Ayub y su esposa insis­tieron en que el Profeta (BPDyC) se alojara en el piso superior porque les parecía incorrecto que ellos estuvieran en el piso de arriba si el Profeta vivía abajo, pero el Profeta no lo aceptó. Así que esa casa de Medina, hasta altas horas era un lugar de constante ir y venir.

Una noche en que los musulmanes estaban reunidos en torno al Profeta (BPDyC) como de costumbre, se unió al grupo un hombre de bello rostro, edad madura, ojos penetrantes y con acento extranjero. Este hombre ya había estado varias veces en las reuniones que se cele­braban desde la llegada del Profeta (BPDyC) a Medina y le había formulado mu­chas preguntas. Esta noche, tal como solía hacerlo, el extranjero se sen­tó cerca del Profeta con sus manos sobre el pecho. Observaba atenta­mente todo lo que el Profeta hacía y decía, y escuchaba las preguntas que le hacían. Alguien comenzó a recitar el Corán. Cuando fue ele­vándose la voz melodiosa y elocuente de quien leía, el Profeta (BPDyC) inclinó su cabeza y quedó meditando en silencio. Los demás siguieron su ejemplo.

En el Nombre de Allah, Graciabilísimo, Misericordiosísimo. ¡Pobre de todo detractor, calumniador, que junta riquezas y las cuenta! Piensa que sus riquezas le harán inmortal. ¡Qué va! Sin duda que lo arrojarán en el destrozador. ¿Y qué te hará entender lo que es el destrozador? Es el fuego de Allah encendido, que ascenderá sobre los cora­zones (de los impíos). El ciertamente los rodeará encerrándolos, sobre elevadas columnas (Sura 104).

Cuando fueron escuchadas las últimas palabras de esta recitación, antes de que nadie pudiera hablar, el extranjero se levantó y fue directa­mente hacia el Profeta (BPDyC). Con una amabilidad y cortesía que era casi desconocida por los ásperos árabes del desierto, se arrodi­lló ante el Profeta y humildemente besó sus rodillas. Muhammad apoyó su mano sobre su cabeza en un gesto de bondad.

“¡Oh Profeta de Allah!”, dijo el extranjero, “tengo algo que pedir­te, pero primero dime cómo decir los dos testimonios de fe en tu len­gua”.

Entonces el Profeta (BPDyC), pronunció los dos testimonios y el extranjero los repitió después de él. “iOh Pro­feta de Allah!, mi nombre es Salmán, el persa, he venido desde mi país a esta buscando la luz de la verdad y la he encontrado en ti y en tus palabras, déjame que ahora te cuente mi historia”.

“Habla, Salmán”, respondió el Profeta (BPDyC) amablemente, “habla y que Allah te proteja”.

Salmán se quedó pensativo durante un rato, como buscando las palabras para empezar a hablar. Tantas ideas, emociones y sentimien­tos lo inundaban que no sabía por dónde empezar. Durante muchos años había vivido en esa ciudad y se había familiarizado con el idioma árabe, el que hablaba con fluidez, pero con acento extranjero. Muham­mad (BPDyC), lo observaba y esperaba que hablara, como tratando de sacarle las palabras.

“¡Oh Profeta de Allah!”, dijo finalmente Salmán, “He esperado mucho este día, en que tendría el honor de ver al Profeta de Allah, y que podría relatarle todos los eventos de mi vida a través de la cual he perseguido la verdad. Soy nativo de Isfahán, del pueblo de Yi. Mi padre era el jefe de la aldea y me amaba mucho, más que a ninguna otra criatura viviente. Tan grande era su cariño que me había ence­rrado en mi casa como a una hija, y se empeñaba muchísimo en dar­me una buena educación. En mis lecciones, presté especial atención a la fe y religión de Zoroastro, hasta que alcancé un grado adelantado. Continuamente cuidaba el fuego sagrado, sin permitir que se extinguie­ra ni por un momento”.

Hizo una pausa.

“Mi padre poseía considerables propiedades. Un día en que estaba ocupado en la construcción de un nuevo edificio, me mandó llamar. ‘Este trabajo me lleva tanto tiempo que ya no puedo encargarme de mis negocios en la aldea y los del estado; debes ir y ocuparte del pedazo de tierra en las afueras de la aldea y cuidarla para que no me de problemas’. Me dirigí hacia el estado en cuestión. En el camino pasé cerca de una iglesia cristiana. Oí las voces de la congregación que cantaban himnos de alabanza y oración. En ese momento conocía poco del mun­do porque siempre había estado confinado en mi casa. Estas voces me produjeron una gran fascinación y fui hasta la iglesia. Entré y quedé encantado con sus plegarias. ‘Por Dios, ésta es mejor que nuestra fe”, me dije, y me quedé en la iglesia hasta el ocaso y no llegué a acercarme a las tierras de mi padre. ‘¿Cuál es el origen de esta fe?’, pregunté. ‘Vie­ne de Palestina, Siria’, me respondieron. Luego volví a mi casa; mi pa­dre estaba nervioso porque no volvía y había mandado a los sirvientes a que me buscaran, abandonando sus negocios.

‘¿Dónde has estado?’, preguntó ni bien aparecí. ‘¿No te dije bien claro que no debías ir a ningún otro lugar?’.

‘En el camino a tu finca’, respondí, ‘pasé por una iglesia donde la gente oraba y alababa a Dios. Me atrajo mucho lo que escuché y me quedé allí hasta el ocaso’.

‘Mi querido Salmán’, respondió mi padre, ‘no hay nada bueno en esa fe, tu fe, la fe de tus padres es mucho mejor’.

‘No’, respondí, ‘su fe es mejor. Ellos adoran a Dios y a Él elevan plegarias, mientras que tú adoras un fuego que tú mismo has encendi­do, y que se extinguirá una vez que lo hayas abandonado’.

Mi padre estaba muy desconforme con mis ideas. Me encerró en la casa y me ató los pies para tenerme como en una prisión. Yo envié un mensaje a los cristianos, diciéndoles que había aceptado su religión y que les pedía que me avisaran si llegaban viajeros de Siria. Un día me mandaron decir que un grupo de viajeros y mercaderes habían lle­gado de allí. ‘Háganme saber ni bien hayan terminado sus negocios y estén listos para partir’, les respondí. Cuando me llegó la noticia, recurrí a diferentes medios para liberarme de las ataduras de mis pies y reunirme con los mercaderes; con ellos viajé hasta Siria. Ni bien llegué, empe­cé a hacer mis averiguaciones.

‘¿Quién es el más sabio de la fe cristiana?’ pregunté. Y me llevaron a ver a un gran sacerdote de la iglesia. ‘Me siento atraído por vuestra fe’, le dije, ‘me gustaría mucho quedarme con ustedes y servir en la iglesia, así aprendo algo de usted, oro con usted y vivo a la sombra de su sabi­duría’.

El aceptó mi pedido y me quedé con él. Pero después de vivir allí por cierto tiempo, llegué a comprender que ése era un hombre muy ma­lo y corrupto. Instaba a la gente a que practicaran la caridad, pero cuan­do reunían su dinero y se lo entregaban, lo usaba todo para él, lo escondía y no daba ni una sola moneda a los pobres. Su riqueza alcanzaba a siete cofres con oro. Yo me sentí muy mal por su conducta, pero al po­co tiempo falleció y esta fuente de mala voluntad desapareció. Los cristianos se reunieron en su funeral. Para ellos era todavía su gran y amado sacerdote. Yo no pude contenerme:

‘Este hombre les pedía que dieran limosnas y cuando ustedes traían sus dineros y riquezas, él los escondía y no daba de ellos ni una moneda a los pobres y los necesitados’.

Sus amigos y seguidores estaban atónitos. ‘¿Tienes pruebas de lo que dices?’.

‘Sí, puedo guiaros hasta su tesoro secreto’. Les mostré el lugar y cuando vieron los siete cofres dijeron que nunca lo enterrarían, en cam­bio, colgaron su cadáver y lo apedrearon. Luego llamaron a otro sacer­dote, un hombre ascético y piadoso. Nunca conocí una persona tan de­vota y dedicada al otro mundo. Día y noche pasaba rezando y adorando a Dios. Yo lo quise más que a nadie. Pasé muchos años con él, hasta que su vida también llegó a su fin. Le pedí que me dijera a quién podría se­guir cuando él se hubiera ido. ‘No conozco a nadie a quien pueda con­fiarte. La gente ha cambiado, ha perdido su fe religiosa que tenía en el pasado, pero he oído que hay un hombre en Mosul, que es verdadera­mente un adorador de Dios’.

Me dijo su nombre y cuando este buen anciano murió, dejé Damas­co y viajé hacia Mosul. Encontré al hombre y le dije que el sacerdote de Damasco me lo había recomendado cuando estaba a punto de morir.

‘Me gustaría quedar a tu servicio’, agregué. Me quedé durante al­gún tiempo con él y luego me envió con un hombre de Nisibín; de allí fui a ver a un hombre en Amúria. Con él me quedé y con mi propio esfuerzo logré reunir unas ovejas y unas vacas. Con el debido tiempo es­te anciano también se acercó a las últimas horas de su vida. Le conté la historia de mi viaje desde Persia hasta allí. ‘Tengo necesidad de la luz de la Verdad, después de tu muerte ¿qué puedo hacer?’.

‘¡A quién recomendarte para que no te extravíes!…’, replicó. ‘No hay nadie más. La piedad y la devoción han abandonado nuestra comu­nidad. Sin embargo, te aseguro que dentro de poco surgirá un Profeta que será enviado con la fe de Abraham. Aparecerá entre los árabes y de­berá emigrar a una ciudad que yace entre tierras cubiertas por piedras negras. Hay muchas palmeras datileras en ese lugar. Este Profeta tiene muchos signos y pruebas de su identidad. Una es que aceptará presentes, pero rechazará las limosnas. Entre sus hombros está la señal de la pro­fecía. Si puedes, ve a ese país, ve pronto’.

El anciano murió y yo me quedé solo en Amúria. Las penas y la soledad me volvieron débil y desesperado. Pero cuando estaba en este estado de desesperanza conocí un grupo de mercaderes de la tribu de Kalb. Les pedí que me llevaran a la tierra de los árabes. ‘A cambio les daré mis ovejas y ganado’.

Aceptaron el trato y me llevaron con ellos. Pero en Wadi’l-Qura me traicionaron vendiéndome como esclavo a un judío. Me quedé con él pensando que como esa ciudad tenía plantaciones de palmeras sería la ciudad de la que el viejo sabio había hablado. Allí me quedé hasta que un día el primo de mi amo, un hombre de Bani Quraida, vino, me com­pró y me trajo hasta este lugar.

En cuanto vi esta ciudad, estuve seguro de que era la ciudad del Profeta. Desde entonces he estado trabajando como jardinero en las plantaciones de mi amo, sin perder nunca las esperanzas. El judío me trataba como hubiera tratado a cualquier esclavo. He llevado a cabo las tareas más pesadas y peligrosas y he soportado las horas de trabajo más largas. Pero no recibí nada a cambio porque yo era su esclavo, y un es­clavo es una herramienta de su amo.

Al final escuché que un Profeta había venido desde Meca, a Medi­na y que se había establecido en Quba. En ese momento estaba en lo alto de una palmera recolectando dátiles, cuando mi amo se sentó al pie de la palmera. De pronto el primo de mi amo irrumpió en la plan­tación.

‘Que Dios destruya a los hijos de Aus y de Jazray’, gritó. ‘Se reú­nen todos alrededor de un hombre que recientemente ha llegado a Qu­ba desde Meca, y que dice que es Profeta de Dios’.

Cuando escuché estas palabras debido al conocimiento previo que tenía, fui invadido por un violento temblor. Mis piernas quedaron sin fuerzas y casi caigo desde arriba del árbol. Una vez abajo del árbol pe­dí a ese hombre que me diera más detalles, pero mi amo me dio un fuer­te golpe en el oído. ‘¿Qué tiene que ver esto contigo?, vuelve a tu traba­jo’.

Mi espíritu se inundó de luz. ‘Con seguridad encontraré un mo­mento para visitar a este gran hombre a quien llaman el Profeta de Dios y que ha hecho llegar tantas esperanzas y tanto brillo a mi corazón’.

Mis expectativas eran como una lámpara en mi alma, y me ayuda­ron a soportar la crueldad de mi amo. Esa noche cuando mis tareas ha­bían finalizado y había cumplido con los insaciables pedidos de mi amo, me dirigí a Quba. Llegué a verte temprano en la mañana y encon­tré a tus compañeros junto a ti. Había traído un poco de comida. ‘He oído que has llegado a esta ciudad hace poco’, dije, ‘y que eres un ex­tranjero y que tus compañeros también son extraños y que necesitan ayuda y solidaridad. Tengo algo de dinero que guardo para limosnas y también comida y provisiones para ti’. Puse el atado delante de ti y de tus compañeros. Dijiste a tus compañeros que comieran de mi comida, pero tú no la tocaste; cuando vi esto temblé: ‘Este es el segundo dicho del anciano que se ha vuelto realidad’, me dije a mí mismo. Luego de tu llegado a Yazrib (Medina) venía a visitarte todos los días.

‘Tengo un obsequio que quiero darte’, te dije un día. ‘Es un obse­quio y no una limosna’.

Puse un poco de comida delante de ti y tú la compartiste con tus compañeros. En esta acción vi otra vez los signos de que eras el Profe­ta. Otro día, vine cuando estabas haciendo la ceremonia de un funeral con tus compañeros. Estabas usando dos capas, una alrededor de tus hombros y la otra alrededor de la cabeza. Te saludé y me ubiqué detrás tuyo. Creo que tú supusiste mis intenciones, porque tiraste de tu capa y llegué a ver la marca de los Profetas con idénticas característi­cas a las que me había descrito el anciano”.

En este punto Salmán quedó silencioso por unos momentos.

“Ahora te he encontrado, he dicho la Shahada en tu propia len­gua, estoy contento de que al final haya encontrado la luz y la verdad que busqué durante tantos años. Pero soy un esclavo y siervo de un judío y debo trabajar en ese duro trabajo”.

Salmán guardó silencio. A la luz de la lámpara que había ante Muhammad (BPDyC), Salmán pudo ver lágrimas en los ojos del Profeta (BPDyC). Salmán había escuchado que el corazón del Profeta era más tierno que el de un niño de diez años. Esto lo sabía por quienes habían emigrado con Muhammad y por sus compañeros más cercanos. el Profeta (BPDyC) inclinó la cabeza y dijo con tono emociona­do a ‘Ali, Abu Bakr y el resto de sus compañeros que se habían acer­cado para escuchar mejor el relato de Salmán:

“Si un hombre libera a un esclavo, Allah lo premiará liberando uno de sus miembros de los fuegos del infierno por cada miembro de ese esclavo que él haya liberado”.

Todos callaron durante un rato hasta que el Profeta ordenó a Salmán: “Ve con el judío y pregúntale cuáles son las condiciones para que te libere”.

Al día siguiente Salmán fue a lo de su amo el judío y luego de mu­cha insistencia logró fijar los términos de trato. Primero debía comprar trescientas palmeras datileras y plantarlas en un espacio designado por su amo. Segundo debería pagarle a su amo cuarenta piezas de plata.

Salmán comunicó estas difíciles condiciones al Profeta (BPDyC) y éste inmediatamente se dirigió a sus compañeros:

“Ayuden a su hermano en la fe”. Los compañeros del Profeta (BPDyC) se reunieron alrededor de Salmán, uno ofreció treinta palmeras, otro veinte, un tercero quince, un cuarto diez, hasta que al final sumaron trescientas.

“Ahora Salmán, dijo el Profeta (BPDyC) debes ir tú mismo y cavar los hoyos y tus hermanos en la fe te ayudarán en la tarea”.

“Cuando los hoyos estén listos infórmame para que yo pueda plantar los árboles para tí”. Los compañeros cavaron hoyos para los trescientos árboles. Cuando estuvieron hechos Salmán fue en busca del Profeta de Allah.

Salmán acercó los árboles hasta los hoyos y el Profeta mismo terminó de plantar los árboles. Todavía faltaba que se pagara la suma estipulada. Al día siguiente Salmán supo que el Profeta (BPDyC) había preguntado: “¿Qué noticias hay del persa, qué pasó con su contrato?”.

Salmán fue pronto con el Profeta (BPDyC), que ni bien lo vio le dio un pe­dazo de oro, del tamaño de un huevo. “Toma esto”, le dijo “y paga el resto del contrato con el judío”.

“¿Cómo podrá esta pieza de oro igualar la deuda que tengo con el judío?” preguntó Salmán.

“Llévala, Allah hará que sea igual a la deuda”.

Salmán se la llevó; cuando la pesaron exclamó: “Por el que tie­ne el alma de Salmán en sus manos, el valor de esta pieza de oro es igual al de las cuarenta piezas de plata”.

Salmán fue inmediatamente con el judío, pagó su dinero y ob­tuvo a cambio el documento que certificaba su libertad. Salmán al­canzó la libertad y el Profeta (BPDyC) dijo: “Salmán es uno de nosotros y es uno de nuestra familia (Ahlul-bait)”.

Salmán fue liberado para obtener un alto rango en el Islam; el Profeta Muhammad un año antes de morir escribió la siguiente car­ta a su hermano Mahad bin Farah bin Mahiar; la carta fue escrita por ‘Ali ibn Abi Talib, quien lo quería bien y decía lo siguiente: “Es­ta carta fue dada por Muhammad hijo de Abdullah, el Profeta de Allah, a Salmán, a quien le pidió una recomendación que pueda pasar a su hermano Mahad bin Farah y a su familia y a sus hijos quienes pue­den llegar a ser musulmanes y ser leales con su Fe”.

“Envío mis saludos a ti y la alabanza es para Allah que me mandó a anunciar que no hay más divino que El sin copartícipes. Llamo a la gente a que acepte esta verdad. Los hombres son criaturas de Allah y sólo deben obedecer a Él”.

“Él es quien los ha creado, Él es quien les da fin, y Él es quien los sacará de la muerte. Todo vuelve a Él, todo desaparecerá, y toda existencia se volverá inexistente. Toda criatura viviente gustará de la muerte y de la aniquilación. Sólo aquellos que hayan creído en Allah y en Su Profeta (BPDyC) estarán a salvo en este mundo. Y quienes quieran mantenerse fieles a su propia fe y religión, déjenlos a sí mismos; pues en la fe y en la religión no hay compulsión”.

“Esta carta es para la familia de Salmán que estará a salvo bajo la protección de Allah, y bajo mi protección. Sus vidas, sus propiedades, donde se encuentren, en las llanuras o en las montañas estarán a salvo bajo la protección de Allah y bajo mi protección. No serán lastimados, ni perseguidos ni oprimidos”.

“Quien lea esta carta mía, sea hombre o mujer, deberá demos­trar respeto hacia Salmán y su familia, y deberá apoyarlo y no causar­le molestias ni males”.

“Los exceptúo de toda clase de impuestos o tributos y otra cla­se de deberes parecidos. Si ellos piden algo deben ser satisfechos; si buscan ayuda dénsela; si ellos os maltratan, perdónenlos y acepten sus excusas; y si alguien intenta maltratarlos, protéjanlos. Deben tener el derecho de recibir cada año del tesoro, cien trajes para vestir en el mes de Rayab, y cien trajes para la Fiesta del Sacrificio. Porque Salmán merece esto de ustedes y su mérito es mayor que el de la mayoría de los creyentes. Esta verdad me ha sido revelada, que el Paraíso es más para Salmán que Salmán para el Paraíso. Él es mi confidente, mi ami­go puro y noble. Él es el consejero del Profeta de Allah y el consejero de los creyentes. Él es de mi familia. Nadie deberá violar este testa­mento, ni descuidar lo que he ordenado, y quien viole este testamen­to de Allah y del Profeta será maldecido hasta el Día de la Resurrec­ción. Quien les demuestra amabilidad y generosidad, me demuestra generosidad y amabilidad, y recibirá una gran recompensa de Allah. Pero quien los hiere, me está hiriendo a mí, y seré su enemigo hasta el Día de la Resurrección; luego el Fuego del Infierno será su destino.”

“Saludo a todos los musulmanes”.

Esta carta fue escrita por ‘Ali ibn Abi Talib y dictada por el Pro­feta de Allah (BPDyC), en el mes de Rayab, en el noveno año de la Hiyrat, y fue testimoniado por Salmán, Abu Dharr, ‘Ammar, Bilal, Miqdad y otros creyentes.

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